Al día siguiente del concierto de Año Nuevo de 2011, el 2 de enero, con celeridad nunca vista, la Filarmónica de Viena anunció que el programa del primer día de 2012 sería dirigido por Mariss Jansons. Con ello se quiso dejar claro –cruelmente claro está– que el nuevo titular de la Ópera de Viena, Franz Welser-Möst, no repetiría podio, al menos de manera inmediata; se había rumoreado que el artista austríaco, al igual que Lorin Maazel en su etapa al frente de la institución de la Ringstrasse, se haría cargo de la sesión en las ediciones inmediatas. Pero la Filarmónica jugó la baza de buscar el más alto nivel artístico y solicitó la nueva comparecencia del director del Concertgebouw de Armsterdam y de la Sinfónica de la Radio de Baviera, Mariss Jansons (Riga, 1943), que ya había dirigido el concierto en el 2006.
El letón es una de las personalidades más apreciadas del mundo musical. No parece que exista gran orquesta que no le haya pedido que sea su responsable artístico, pues su nivel de competencia musical es excepcional; pero a ello se une que Jansons es persona extraordinariamente abierta, comunicativa, sencilla y simpática, lo cual le convierte en una «rara avis» en el ámbito en el que se mueve. Por encima de todo, disfruta con lo que hace, se le ve feliz ejerciendo la profesión musical, transmite entusiasmo, confianza y, no menor que todo esto, seguridad.
La polka de Johann Jr. «¡Uno u otro!» fue ya una exhibición de la capacidad comunicativa de Jansons y del nivel de excelencia, inalcanzable, que la Filarmónica de Viena puede obtener cuando está dirigida por «uno de los suyos». La «Danse diabolique» de Hellmesberger fue un despliegue de fogosidad del director y de virtuosismo en la orquesta. Las páginas menos transitadas fueron el precioso vals de Carl Michael Ziehrer «Gentes de Viena» –que en su estreno tuvo más éxito que el propio Johann Strauss, que lo acompañaba en el programa–, el galop del «Sperl» –el local multiuso, café y salón de baile, donde trabajó durante años Strauss padre–, y el inefable «Ferrocarril a vapor de Copenhague» del danés Hans Christian Lumbye, el llamado «Strauss del Norte», autor de páginas que en nada desmerecen al lado de la dinastía vienesa, y cuyo tren, que arranca, trota y frena con humor indecible, recibió una interpretación mayestática de Jansons y los filarmónicos.
Algunas piezas presentaron la curiosidad de advertir cómo la familia Strauss se citaba a sí misma con arte e ingenio: por ejemplo, Johann y Josef, los dos hermanos, parafraseando al fundador de la dinastía, Johann Sr., y su «Marcha Radetzky» en la «Marcha patriótica» de 1859, o Johann hijo transcribiéndose a sí mismo, nada menos que con el «Danubio azul», en las «Danzas del baile Ayuntamiento» de 1890.
La doble intervención de los Niños Cantores de Viena fue excelente, entusiasta pero con algún confusionismo en la soberbia polka «Tritsch-tratsch» –llevada por Jansons a ritmo endiablado– y perfecta en el «Feuerfest» de Josef Strauss, en donde el letón hizo una exhibición de duplicidad musical al percutir, martillos en vez de batuta, los yunques colocados a los lados del podio, tarea normalmente encomendada al percusionista, pero que el de Riga prefirió reservar para sí mismo.
Pero fue en los grandes valses, el portentoso «Delirien» de Josef Strauss, el Vals de «La bella durmiente» de Tchaikovsky, o el «Disfruta de la vida» de Johann hijo, donde Jansons marcó su hondura de calado musical. La apoteosis, cosa que no siempre ocurre en el «Neujahrskonzert», llegó, precisamente, con un «Danubio azul» graduado con tiralíneas, en donde perfección no significó frialdad sino al revés, que fue fraseado con un «rubato» vienés patrimonio de los Boskowski, Karajan o Kleiber, y cuyos clímax llegaban como descargas catárticas de tensión acumulada. Fue la interpretación de un maestro absoluto, sí, pero también de un hombre feliz.
Welser-Möst, en 2013
Muchas gracias a todos.
KARL.